La cruzada en Compostela

De cualquier forma, el Comandante de la Plaza Bermudez de Castro pronto sería relevado de su puesto por mostrarse poco severo con los vencidos, además de ser acusado por sus subordinados de ciertas reticencias para unirse a la sublevación y para salir a la calle con los soldados. El 27 de julio sería sustituido por el teniente coronel Luis Mariñas Gallego, que también permanecería breve tiempo en el puesto. A pesar de las anteriores menifestaciones del comandante cesado, los prisioneros republicanos santiagueses estaban en prisión por orden de la propia autoridad militar, en unos casos del Comandante Militar de la Plaza y en otros como detenidos gubernativos bajo la directa responsabilidad del Delegado de Orden Público, miembro éste en activo de la Guardia Civil. Del primero dependían los futuros fusilados condenados en consejos de guerra, mientras que los paseados generalmente estaban bajo la responsabilidad del delegado de Orden Público, quien facilitaba la orden – y las instrucciones pertinentes – a las patrullas falangistas del amanecer santiagués – y a veces presionado por éstas – para sacar de la cárcel a dirigentes republicanos y asesinarles en los caminos, en las cunetas de las carreteras secundarias y en las tapias de los cementerios de Galica con el simple objetivo de ganar rapidez y eficacia en la eliminación de los considerados enemigos políticos y sociales, en un adelanto al veredicto de culpabilidad que de cualquier forma les esperaba en los consejos de guerra sumarísimos. El fin de todos estos crímenes estaba en pretender eliminar toda una tradición política y sindical de izquierda y centro-izquierda, desarrollada y avivada durante la vigencia de la II Republica española que había buscado implantar en España los principios de igualdad y fraternidad dentro de aquel paréntesis de libertad iniciado el 14 de abril de 1931 y truncado aquel día 20 de julio en Santiago.

Las noches de aquel caluroso y sangriento verano del 36, serían las complices silenciosas de las correrías de los paramilitares – combinación de componentes de fuerzas del orden público y falangistas y japistas y requetés – santiagueses – algunos de cuyos nombres quedaron reseñados en páginas anteriores – en la planificada y controlada carrera de las sacas y paseos, buscas y detenciones, requisas y saqueos, batidas y palizas, contra los que se habían alineado con los perdedores, mientras que el día sería aprovechado para los continuos desfiles multitudinarios, misas y bendiciones de banderas y procesiones, simbologías y parafernalias fascistas, presionando y adoctrinando a una población que victoreaba constantemente como una manada de corderos sin voluntad ni criterio, a los nuevos señores de la España franquista. Durante aquellos meses se justificaría, también desde la Iglesia, primero con su silencio culpable y después con su claro apoyo a la cruzada, la violencia – las muertes de vecinos y gente conocida, la cárcel, muchas veces de familares o amigos, las depuraciones de funcionarios, de maestros o de profesores universitarios y las incautaciones con el hambre y la ruina de familias enteras y la tortura física y psicológica de hombres y mujeres, de niños y adultos – por que no se realizaba en servicio de la anarqúía, sino en beneficio del orden, la Patria y la Religión. Además, quienes la ejercían se consideraban los buenos que luchaban contra el mal introducido en España por los adictos a la Rusia comunista y revolucionaria.